Primavera
Era el
martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y
mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante.
Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus
compañeros:
--¿Quién es? No parece fea.
--¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor
Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece... Nébel fijó entonces atentamente los ojos
en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce
años, pero completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro
de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de
los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el
cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una
frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así,
llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos
Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.
--¡Qué encanto!--murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al almohadón
del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria.
Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la
que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún carruaje:
sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas llovían sin
cesar. Tanto fué, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien
que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.
--¿Quiénes son?--preguntó Nébel en voz baja.--El doctor Arrizabalaga; cierto
que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica... Es cuñada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran francamente
ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el deber de
saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial condescendía.
Este fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel aportó
cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia.
Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles,
Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el puño de
su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se reanudaba
de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de hora cuatro
inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían, volviéndose a menudo, y
la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel.
Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobre el
almohadón del surrey quedaban aún uno, un pobre ramo de siemprevivas y
jazmines del país. Nébel saltó con él por sobre la rueda del surrey,
dislocóse casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en
sudor y el entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó
atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se rían.
--¡Pero loca!--le dijo la madre, señalándole el pecho--¡ahí tienes uno!
El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descendido del estribo,
afligido, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía, con el cuerpo casi
fuera del coche.
Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su bachillerato.
Había permanecido allá siete años, de modo que su conocimiento de la sociedad
actual de Concordia era mínimo. Debía quedar aún quince días en su ciudad
natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, si no de cuerpo; y he ahí que
desde el segundo día perdía toda su serenidad. Pero en cambio ¡qué encanto!
--¡Qué encanto!--se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne
femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y
profundamente deslumbrado--y enamorado, desde luego.
¡Y si ella lo quisiera!... ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba
mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con que la
joven había buscado algo para darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos
cuando lo vió llegar corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó,
y--en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle el ramo.
¡Y ahora, concluído! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le
importaba lo demás, Concordia, sus amigos de antes, ¿su mismo padre? Por lo
menos iría con ella hasta Buenos Aires.
Hicieron, efectivamente, el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al más
alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de 18 años, que
se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio con afable
complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin cesar,
y mirándose infinitamente.
La despedida fué breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio de cordura
que le quedaba, cortando su carrera tras ella.
Volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él? "¡Oh,
no volver yo!" Y mientras Nébel se alejaba, tardo, por el muelle,
volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda, la cabeza un poco
baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada los marineros
levantaban los suyos risueños a aquel idilio--y al vestido, corto aún, de la
tiernísima novia.
Verano
El 13 de junio Nébel volvió a
Concordia, y aunque supo desde el primer momento que Lidia estaba allí, pasó
una semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo
sobrado para un relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su
alma, el último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí,
curiosidad de verla. Pero un nimio incidente, punzando su vanidad, lo
arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo,
esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y
mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.
Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en
toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi
dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de
dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.
Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.
--Parece que no se acuerda más de ti--le dijo un amigo, que a su lado había
seguido el incidente.
--¡No mucho!--se sonrió él.--Y es lástima, porque la chica me gustaba en
realidad.
Pero cuando estuvo solo se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que había
vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no
acordarse más! ¡Y acabado! ¡Pum, pum, pum! --repetía sin darse cuenta, con la
costumbre del chico. --¡Pum! ¡todo concluído!
De golpe: ¿Y si no me hubiera visto?... ¡Claro! ¡pero claro! Su rostro se
animó de nuevo, acogiéndose con plena convicción a una probabilidad como esa,
profundamente razonable.
A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental:
consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado, y entretanto acaso la
viera. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para
detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vio
a Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la liviandad
doméstica de su ropa, huyó más velozmente aún.
Un instante después la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo
conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en
sí de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones
jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces tal presencia a
la del abogado.
Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente y, como
tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su
inmensa dicha.
--¡Tan pronto, ya!--le dijo la señora.--Espero que tendremos el gusto de verlo
otra vez... ¿No es verdad?
--¡Oh, sí, señora!
--En casa todos tendríamos mucho placer... ¡supongo que todos! ¿Quiere que
consultemos?--se sonrió con maternal burla.
--¡Oh, con toda el alma!--repuso Nébel.
--¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces. Nébel había
sido visto ya por ella; pero no importaba.
Lidia llegó cuando él estaba de pie. Avanzó a su encuentro, los ojos centelleantes
de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.
--Si a usted no le molesta--prosiguió la madre--podría venir todos los lunes...
¿qué le parece?
--¡Que es muy poco, señora!--repuso el muchacho--Los viernes también... ¿me
permite?
La señora se echó a reír.
--¡Qué apurado! Yo no sé... veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?
La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡_sí_! en
pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.
--Muy bien: entonces hasta el lunes, Nébel.
Nébel objetó:
-¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario...
--¡Bueno! ¡Esta noche también!
Acompáñalo, Lidia.
Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo, y huyó
con su ramo cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último
cielo de la felicidad.
II
Durante dos meses, todos los momentos en que se veían, todas las horas que
los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el
estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que agrisa el
patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su
temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel
era varonil, buen mozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube para
el porvenir que la minoría de edad de Nébel. El muchacho, dejando de lado
estudios, carreras y superfluidades por el estilo, quería casarse. Como probado,
no había sino dos cosas: que a él le era _absolutamente_ imposible vivir sin
su Lidia, y que llevaría por delante cuanto se opusiese a ello.
Presentía--o más bien dicho, sentía--que iba a escollar rudamente.
Su padre, en efecto, a quien había disgustado profundamente el año que perdía
Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A
fines de Agosto, habló un día definitivamente a su hijo:
--Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto?
Porque tú no te dignas decirme una palabra.
Nébel vió toda la tormenta en esa forma de _dignidad_, y la voz letembló un
poco.
--Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que hable de eso.
--¡Bah! cómo gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo... Pero
quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio?
--Sí.
--¿Y te reciben formalmente?
--C-creo que sí.
El padre lo miró fijamente y tamborileó sobre la mesa.
--¡Está bueno! ¡Muy bien!... Óyeme, porque tengo el deber de mostrarte el
camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo que puede pasar?
--¿Pasar?... ¿qué?
--Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para reflexionar,
al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a alguien que sepa qué vida
lleva en Montevideo?
--¡Papá!
--¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! no pongas esa cara... No me refiero a tu... novia.
Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué
viven?
--¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre...
--¡Bah, bah, bah! Deja eso para
después. No te hablo como padre sino como cualquier hombre honrado pudiera
hablarte. Y puesto que te indigna tanto lo que te pregunto, averigua a quien
quiera contarte, qué clase de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado,
pregunta!
--¡Sí! Ya sé que ha sido...
--Ah, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro sostienen
la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco!
--¡...!
--¡Sí, ya sé, tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay impulso
más bello que el tuyo... ¡Pero anda con cuidado, porque puedes llegar tarde!...
¡No, no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a tu novia, y creo, como
te he dicho, que no está contaminada aún por la podredumbre que la rodea.
Pero si la madre te la quiere vender en
matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera, díle
que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos, y que antes se lo
llevará el diablo que consentir en eso. Nada más te quería decir.
El muchacho quería mucho a su padre a pesar del carácter duro de éste; salió
lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más violenta
cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no ignoraba esto:
la madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en vida de su marido, y
aún cuatro o cinco años después. Se veían aún de
tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en sus artritis de
enfermizo solterón, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que se
pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie de
compasión de ex amante, rayana en vil egoísmo, y sobre todo para autorizar
los chismes actuales que hinchaban su vanidad.
Nébel evocaba a la madre; y con un extremecimiento de muchacho loco por las
mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos y reclinados
una _Ilustración_, había creído sentir sobre sus nervios súbitamente tensos,
un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo pleno que rozaba con él. Al
levantar los ojos, Nébel había visto la mirada de ella, en lánguida
imprecisión de mareo, posarse pesadamente sobre la suya.
¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con rara manifestación
desbordante; los nervios desordenados repiqueteaban hacia adentro, y de aquí
la súbita tenacidad en un disparate, el brusco abandono de una convicción; y en
los prodromos de las crisis, la obstinación creciente, convulsiva,
edificándose a grandes bloques de absurdos. Abusaba de la morfina, por
angustiosa necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta,
con labios muy gruesos y encendidos, que humedecía sin cesar. Sin ser
grandes, los ojos lo parecían por un poco hundidos y tener pestañas muy
largas; pero eran admirables de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía, como la hija,
con perfecto buen gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de
haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la histeria había trabajado
mucho su cuerpo--siendo, desde luego, enferma del vientre. Cuando el latigazo
de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la comisura de los labios,
del párpado globoso, pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de
ello, la misma
histeria que le deshacía los nervios era el alimento, un poco mágico, que
sostenía su tonicidad.
Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las histéricas burguesas,
hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz--esto es, para proporcionarle
aquello que habría hecho su propia felicidad.
Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en lo
más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia?
Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía
con adorable libertad de sus ojos brillantes, eran, ya no prueba de pureza,
sino de escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar
de una manotada a la planta podrida la flor que pedía por él.
Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una tarde,
después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco
deseo de verla. Su dicha fué completa, pues la halló sola, en batón, y los
rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo
y cortada, se recostó en el muro.
Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la
alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.
¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su
casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por
su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre,
y la madre apremiaba este detalle.
La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción
social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija.
Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa,
a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.
Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a
"mi suegro"... "mi nueva familia"... "la cuñada de
mi hija". Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces
con más fuego.
Hasta que un día la llama se levantó.
Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes
aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la
presencia de su padre esa noche.
--Será difícil--dijo Nébel después de un mortificante silencio--. Le cuesta
mucho salir de noche... No sale nunca.
--¡Ah!--exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa
siguió, pero ésta ya de presagio.
-Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad?
--¡Oh!--se sonrió difícilmente Nébel--. Mi padre tampoco lo cree.
--¿Y entonces?
Nuevo silencio cada vez más tempestuoso.
--¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?
--¡No, no señora!--exclamó al fin Nébel, impaciente--. Está en su modo de
ser... Hablaré de nuevo con él, si quiere.
--¿Yo, querer?--se sonrió la madre dilatando las narices--. Haga lo que le
parezca... ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.
Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Éste
sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había
emprendido las gestiones para prescindir de ella.
--Puedes hacer eso, mucho más, y todo lo que te dé la gana. ¡Pero mi consentimiento
para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!
Después de tres días Nébel decidió aclarar de una vez ese estado de cosas, y
aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.
--Hablé con mi padre--comenzó Nébel--y me ha dicho que le será completamente
imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se
estiraban hacia las sienes.
--¡Ah! ¿Y por qué?
--No sé--repuso con voz sorda Nébel.
--Es decir... ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí?
--No sé--repitió él con inconsciente obstinación.
--¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado?--añadió
con voz ya alterada y los labios temblantes.--¿Quiénes él para darse ese
tono?
Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su
familia.
--¡Qué es, no sé!--repuso con la voz precipitada a su vez--pero no sólo se
niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.
--¿Qué? ¿qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para
esto!
Nébel se levantó:
--Señora...
Pero ella se había levantado también.
--¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna,
robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin
mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!... ¡Dígale que le diga cuántas
paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer, antes de casarse!
¡Sí, y me viene con su familia!... ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de
hipocresías! ¡Que lo pase bien!
III
Nébel vivió cuatro días vagando en la más honda desesperación. ¿Oué podía
esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió una
esquela:
"Octavio: Lidia está bastante
enferma, y sólo su presencia podría
calmarla.
María S. de Arrizabalaga."
Era una treta, no tenía duda. Pero si su Lidia en verdad...
Fué esa noche y la madre lo recibió con una discreción que asombró a Nébel,
sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide disculpa.
--Si quiere verla...
Nébel entró con la madre, y vio a su amor adorado en la cama, el rostro con
esa frescura sin polvos que dan únicamente los 14 años, y el cuerpo recogido
bajo las ropas que disimulaban notablemente su plena juventud.
Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no
hacían sino mirarse y reír.
De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre surgió
nítida: "se va para que en el transporte de mi amor reconquistado,
pierda la cabeza y el matrimonio sea así forzoso". Pero en ese cuarto de
hora de goce final que le ofrecían adelantado y gratis a costa de un pagaré
de casamiento, el muchacho, de 18 años, sintió--como otra vez contra la pared--el
placer sin la más leve mancha, de un amor puro en toda su aureola de poético
idilio.
Sólo Nébel pudo decir cuán grande fué su dicha recuperada en pos del naufragio.
El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de calumnia, ansia
rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la más fría decisión
de apartar a la madre de su vida una vez casados. El recuerdo de su tierna
novia, pura y riente en la cama de que se había destendido una punta para él,
encendía la promesa de una voluptuosidad íntegra, a la que no había robado ni
el más pequeño diamante.
A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el zaguán
oscuro. Después de largo rato, la sirvienta entreabrió la vidriera:
--No están las señoras.
--¿Han salido?--preguntó extrañado.
--No, se van a Montevideo... Han ido al Salto a dormir abordo.
--¡Ah!--murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.
--¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?
--No está, se ha ido al club después de comer...
Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con
mortal desaliento: ¡Se acabó todo! ¡Su felicidad, su dicha reconquistada un
día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había
redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como
teclas, y él no podía hacer ya nada más.
Comenzaba a lloviznar. Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el
farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dio una vuelta a la
manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca!
Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fue a su casa y cargó el revólver.
Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un dibujante alemán
que antes de suicidarse--Nébel era adolescente--iría a verlo. Uníalo con el
viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas charlas
filosóficas.
A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de aquél.
La expresión de su rostro era sobrado explícita.
--¿Es ahora?--le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza la
mano.
--¡Pst! ¡De todos modos!...--repuso el muchacho, mirando a otro lado.
El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.
--Vaya a su casa--concluyó--y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a
almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo
jura?
--Se lo juro--contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes
ganas de llorar.
En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:
"Idolatrado Octavio: Mi desesperación
no puede ser más grande, pero mamá ha visto que si me casaba con usted
me estaban reservados grandes
dolores, he comprendido como ella que lo mejor era separarnos y le jura no
olvidarlo nunca
tu Lidia."
--¡Ah, tenía que ser así!--clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo con
espanto su rostro demudado en el espejo.--¡La madre era quien había inspirado
la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido menos que escribir,
y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción. ¡Ah! ¡Si
pudiera verla algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto la quiero
ahora, adorada del alma!
Temblando fué hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva
promesa, y durante un rato permaneció inmóvil, limpiando obstinadamente con
la uña una mancha del tambor.
Otoño
Una tarde, en Buenos Aires,
acababa Nébel de subir al tramway, cuando el coche se detuvo un momento más
del conveniente, y aquél, que leía, volvió al fin la cabeza. Una mujer con
lento y difícil paso avanzaba.
Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, reanudó la lectura. La dama se
sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a Nébel. Este, aunque sentía
de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura;
pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.
--Ya me parecía que era usted--exclamó la dama--aunque dudaba aún... No me
recuerda, ¿no es cierto?
--Sí--repuso Nébel abriendo los ojos--la señora de Arrizabalaga...
Ella vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata
aún de parecer bien a un muchacho.
De ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los ojos,
aunque más hundidos, y apagados ya. El cutis amarillo, con tonos verdosos en
las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban
ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del
todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo
por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido
en aquel esqueleto, a la
elegante mujer que un día hojeó la _Illustration_ a su lado.
--Sí, estoy muy envejecida... y enferma; he tenido ya ataques a los riñones...
y usted--añadió mirándolo con ternura--¡siempre igual!
Verdad es que no tiene treinta años aún... Lidia también está igual.
Nébel levantó los ojos:
--¿Soltera?
--Sí... ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a
la pobre? ¿No quiere ir a vernos?
--Con mucho gusto--murmuró Nébel.
--Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para... En fin, Boedo, 1483;
departamento 14... Nuestra posición es tan mezquina...
--¡Oh!--protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.
Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su
promesa. Fué allá--un miserable departamento de arrabal.--La señora de
Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.
--¡Conque once años!--observó de nuevo la madre.--¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y
usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!
--Seguramente--sonrió Nébel, mirando a su rededor.
--¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su casa...
Siempre oigo hablar de sus cañaverales... ¿Es ese su único establecimiento?
--Sí,... en Entre Ríos también...
--¡Qué feliz! Si pudiera uno... Siempre deseando ir a pasar unos meses en el
campo, y siempre con el deseo!
Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este con el corazón apretado,
revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.
--Y todo esto por falta de relaciones... ¡Es tan difícil tener un amigo en
esas condiciones!
El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.
Estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de
los catorce años, no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero
bella siempre. Su olfato masculino sintió en la mansa tranquilidad de su
mirada, en su cuello mórbido, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre
el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre, el recuerdo de la
Lidia que conoció.
Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras.
Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:
--Sí, está un poco débil... Y cuando pienso que en el campo se repondría en
seguida... Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he
querido como a un hijo... ¿No podríamos pasar una temporada en su
establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!
--Soy casado--repuso Nébel.
La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción
fué sincera; pero en seguida cruzó sus manos cómicas:
--¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!...
No sé lo que digo... ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?
--Sí, generalmente... Ahora está en Europa.
-¡Qué desgracia! Es decir... ¡Octavio!--añadió abriendo los brazos con lágrimas
en los ojos:--a usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo... ¡Estamos
poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a
tener con usted una confesión de madre—concluyó con una pastosa sonrisa y
bajando la voz:--usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?
Esperó respuesta, pero Nébel permaneció callado.
--¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha
querido?
Ahora había reforzado su insinuación con una leve guiñada. Nébel valoró
entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la
misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la
pobreza. Y Lidia... Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo
por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado
comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le
deparaba el destino.
-¿No sabes, Lidia?--prorrumpió alborozada, al volver su hija—Octavio nos
invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracción de las cejas y recuperó su serenidad.
--Muy bien, mamá...
--¡Ah! ¿no sabes lo qué dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos caside su
familia...
Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con dolorosa
gravedad.
--¿Hace tiempo?--murmuró.
--Cuatro años--repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo para
mirarla.
Invierno
No hicieron el viaje juntos,
por último escrúpulo de casado en una línea donde era muy conocido; pero al salir
de la estación subieron en el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en
el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india,
pues—a más de su propia frugalidad--su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre.
De este modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana
y su hija, que venían a recobrar la salud perdida.
Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente.
Había llegado deshecha, el pie incierto y
pesadísimo, y en su facies angustiosa la morfina, que había sacrificado
cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro
de aquel cadáver viviente.
Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente
para prever una rápida catástrofe; el riñón, íntimamente atacado, tenía a
veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir más, había mirado a Nébel con transida
angustia:
--Si me permite, Octavio... ¡no puedo
más! Lidia, ponte delante.
La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crujido de
la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.
Súbitamente los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una
máscara aquella cara agónica.
--Ahora estoy bien... ¡qué dicha! Me
siento bien.
--Debería dejar eso--dijo rudamente Nébel, mirándola de costado.—Al llegar,
estará peor.
--¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.
Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible
sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la
tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar las uñas, el celo
de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.
Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez.
No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.
--¡Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los
últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?
Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del
café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya en
seguida.
Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.
-¡Quién es!--sonó de pronto la voz azorada.
-Soy yo--murmuró Nébel en voz apenas sensible.
Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en
la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la
mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo tibio, el cuerpo tembló entonces
en una honda sacudida.
* *
* * *
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes
que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel, el santo orgullo
de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso
siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pensó en las
palabras de Dostojewsky, que hasta ese momento no había comprendido:
"Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida, que un puro
recuerdo". Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza
inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora estaba allí, enfangado hasta el
cáliz sobre una cama de sirvienta...
Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas.
Ella a su vez recordaría... Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras
otra, regando como una tumba el abominable fin de su único sueño de
felicidad.
II
Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo
el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces
solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces largo tiempo
callados.
Lidia tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al
fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aún a trueque
del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la morfina.
Pero se abstuvo una mañana que entró
bruscamente en el comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba precipitadamente
las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada
espantada.
--¿Hace mucho tiempo que usas eso?--le preguntó él al fin.
--Sí--murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.
Nébel la miró aún y se encogió de hombros.
Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible
para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel
se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la
droga.
--¡Octavio! ¡me va a matar!--clamó ella con ronca súplica.--¡Mi hijo Octavio!
¡no podría vivir un día!
--¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso!--cortó Nébel.
--¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!
Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con Lidia.
--¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?
--Sí... Los médicos me habían dicho...
El la miró fijamente.
--Es que está mucho peor de lo que imaginas.
Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los
labios en un casi sollozo.
--¿No hay médico aquí?--murmuró.
--Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.
Esa tarde llegó el correo cuando estaban
solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.
--¿Noticias?--preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él.
--Sí--repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.
--¿Del médico?--volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.
--No, de mi mujer--repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.
A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.
--¡Octavio! ¡mamá se muere!...
Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el
rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre
ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:
--Pla... pla... pla...
Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.
-¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto?--preguntó.
--¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido... Seguramente lo fué a buscar a
tu cuarto cuando no estabas... ¡Mamá, pobre mamá!—cayó sollozando sobre el
miserable brazo que pendía hasta el piso.
Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los
labios callaron su pla... pla, y en la piel aparecieron grandes manchas
violeta
A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que
Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las valijas en el
carruaje.
--Toma esto--le dijo cuando se aproximó a él, tendiéndole un cheque de diez
mil pesos.
Lidia se extremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de lleno
en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada.
--¡Toma, pues!--repitió sorprendido.
Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel se inclinó sobre ella.
--Perdóname--le dijo.--No me juzgues peor de lo que soy.
En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del
vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le tendió la
mano y se dispuso a subir. Nébel la oprimió, y quedó un largo rato sin
soltarla, mirándola. Luego, avanzando, recogió a Lidia de la cintura y la
besó hondamente en la boca.
El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía.
Pero Lidia no se asomó.
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