Alumnos: en la primera etapa de Literatura, vamos a relacionar el cuento tradicional con el fantástico como sub especie....En la lectura les propongo estos dos relatos para la lectura y luego aplicaremos el análisis a cada uno, desde sus cualidades específicas...
Flores
(cuento contenido en “Ángeles y diablos”-selección del autor) Jorge Accame
Yo
era profesor de Castellano en la Escuela Normal y a mediados del ochenta, en el
segundo año A de bachillerato, tomé una prueba escrita de análisis sintáctico.
Al devolver las hojas corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese
nombre no correspondía al grupo. La evaluación, que había sido reprobada,
llevaba la firma de un confuso Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolio.
Por
las dudas, en los días sucesivos pregunté en otros cursos: todos ignoraban su
origen. Repasé las listas en vano. Nadie apareció con ese apellido.
No
me sorprendí demasiado. Un escrito aplazado era quizás eludido hasta por su
propio dueño. Probablemente abusando de mi ignorancia acerca de los integrantes
de cada grupo, alguien había firmado con seudónimo previendo el resultado
fatal.
Hacia
septiembre, volví a examinar al segundo año. Corregí los trabajos y me encontré
—creo que lo esperaba— con otra hoja firmada por Flores. Tampoco esta vez había
aprobado.
No
llevé a cabo más pesquisas. Ahora estaba seguro de que Flores pertenecía a
segundo A. Haber encontrado dos veces un trabajo suyo entre las evaluaciones de
ese grupo lo confirmaba. Sospeché que se trataba de un nombre apócrifo de algún
bromista que había hecho dos pruebas. Una, firmada con su verdadero apellido
para obtener un concepto real; la otra, que debía atribuirse a una sombra
—Flores— y que era entregada con el solo propósito de perturbarme.
Durante
el recreo, mencioné el episodio en el buffet del colegio, delante de mis
colegas. En ese momento el comentario no produjo ningún efecto. Nunca se
escucha realmente lo que dice el otro, salvo que el discurso sea por mera
casualidad el que uno mismo está por decir.
Cuando
ya iba a entrar al aula, sentí que me aferraban del brazo para detenerme. Era
una preceptora.
Se
la veía nerviosa.
—Sin
querer —murmuró— he oído lo que relató en el bar.
Le
dije para tranquilizarla que no tenía la menor importancia.
Ni
siquiera intentó escucharme y empezó a hablar:
—Había
hace tiempo, en segundo A, un chico Flores que nunca aprobó Castellano. Era
voluntarioso y estudiaba mucho, pero sus deficiencias —mala escuela primaria o
falta de cabeza, se ve— le impidieron eximirse. Una tarde, cuando venía hacia
aquí a rendir examen por quinta o sexta vez, lo atropelló una camioneta y
murió. Fue la única materia que quedó debiendo para siempre.
La
narración era algo melodramática. Sin embargo, la mezcla de ambigüedad y precisión
entre aquellas coincidencias me inquietó por varias semanas.
Ese
verano, tomé la evaluación final en segundo A. Busqué la de Flores y la aprobé
sin leerla. Al día siguiente, la dejé sobre el pupitre de un aula vacía.
Ya
no volví a saber de mi inexistente alumno. Deliberadamente, deseché una última
explicación posible: la intervención de algún familiar o amigo íntimo del
difunto, que cursara en la escuela y hubiera prometido cumplir póstuma y
simbólicamente su voluntad truncada.
Para mí (y para la sombra) había una
sola realidad: Flores, ese año, se eximió en la materia que lo había fatigado.
El
secreto del rey
Hace mucho tiempo existió un joven
rey que tenía por costumbre hacerse cortar el pelo una sola vez al año. Y para
tan delicado trabajo se elegía por sorteo a un muchacho del reino. Pero ninguno
aspiraba a que recayera sobre él tan alto honor porque, una vez realizada la
misión, el joven elegido desaparecía y se sospechaba que era asesinado, sin que
nadie supiera el porqué de tan misterioso y sanguinario rito.
En una ocasión, la “suerte” recayó sobre un humilde leñador, hijo de una pobre
viuda. Aquel hombre se presentó ante el rey y fue conducido a una habitación
donde el monarca se retiró la caperuza con que siempre cubría su real cabeza. Y
de inmediato, el joven descubrió cuál era el secreto del rey en realidad; era
calvo, y sentía vergüenza de su calvicie.
El joven lamentó una y mil veces haber descubierto el secreto real. Desde el
primer momento estuvo convencido del destino que le aguardaba. Sin embargo, eso
no impidió que le hablara al rey de los desvelos que sufría y le dijera que, si
él desaparecía, su madre se quedaría sola en el mundo, abandonada a su suerte.
Conmovido por las palabras del joven, el rey aceptó dejarlo en libertad. Pero
antes le hizo jurar que por ningún motivo revelaría su secreto.
Pasó el tiempo y el leñador empezó a obsesionarse. Aquel secreto golpeaba su
mente y pugnaba por salir. Pero no podía olvidar su juramento.
Víctima de esa lucha interior, el muchacho fue perdiendo el apetito hasta que
enfermó. Un sabio del reino dictaminó que, para sanar, debía revelar el secreto
que lo agobiaba.
Y así lo hizo. En una encrucijada de caminos, encontró un sauce. Y tras
asegurarse de que no había nadie en los alrededores, se acercó al tronco y
reveló el secreto.
Todo volvió a la normalidad hasta que un músico de la corte real notó que su
vieja arpa estaba rompiéndose. Entonces, se dirigió al bosque, taló el sauce
que guardaba el secreto, y construyó con su madera un arpa bellísima.
Una noche el rey reunió a su corte en el castillo para dar un banquete. Y allí
estaban los músicos dispuestos a ejecutar hermosas melodías. El arpista tocó su
nuevo instrumento y todo el palacio se inundó de un sonido que repetía “El rey
es calvo. El rey es calvo”.
Como el rey comprendió que no podía ocultar por más tiempo su secreto, se
retiró la caperuza y se mostró tal como era. Y desde entonces, se ganó el
respeto de sus súbditos y nadie más volvió a morir por un asunto tan trivial.